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lunes, 26 de noviembre de 2012

FAMILIA Y EDUCACIÓN




FAMILIA Y EDUCACIÓN

         Siempre he defendido la tesis de que la Familia (padre y madre) es decisiva –para bien o para mal- en la educación de los hijos y de las hijas; el Colegio también, pero a otro nivel.

          Compruebo, con más frecuencia de lo normal, que cuando una madre recibe el boletín de notas de su hijo o hija y observa que tiene un “montón” de “cates”; esta madre, sensible, amorosa y responsable, se emociona y las lágrimas brotan de sus ojos. Se bloquea, no sabe que decir, no sabe que hacer, no sabe a donde acudir, no sabe..., siente una opresión en su pecho que le deja sin respiración. Al padre le ocurre igual, pero en otro plano. Sien embargo, el hijo o la hija, el de  muchos suspensos, no siente más que una efímera contrariedad.

         A diario, observo a padres o madres que acompañan a sus hijos e hijas, alumnos, de la ESO, a la puerta del Instituto; llevando sobre sus espaldas o arrastrando el carro con la pesada mochila de sus niños o niñas; ellos y ellas caminan delante o detrás con las manos en los bolsillos, empuñando un chupa-chups o cualquier otro objeto.

         También observo a madres y padres que, a la hora del descanso, entregan el bocadillo a sus hijos e hijas entre los barrotes del patio del Instituto, porque a éstos se les olvidó o sencillamente porque el bocadillo de “tortilla de patatas” les gusta “calentito”.

También conozco a padres y madres preocupados por la Educación de sus hijos e hijas, que asumen y apoyan las decisiones y orientaciones de los docentes y, las críticas, si las hay, saben plantearlas con elegancia a quien  y en el foro que corresponde.

         Observo a madres y a padres que acuden al Centro, sólo, para discrepar de la medida adoptada con su hijo o hija,  denunciar al Profesorado por incompetente y/o por “tenerla tomada”, “tenerle manía”,  “por la fama”... de su hijo o hija,   criticar a los docentes por casi todo, sin importarles dónde, ni ante quién; porque, hoy, la mayoría de los padres y de las madres saben  Psico-Pedagogía, Didáctica,  Logopedia, Matemáticas,… todo el mundo quiere participar, opinar sobre el mundo de la Educación, lo hacen y, de qué manera!!

Conozco a Equipos de Docentes, preocupados por la Educación de sus alumnos y de sus alumnas, a veces desanimados, a veces abrumados,…
  
         Compruebo, cuando hablo con compañeros de otros Centros que esta percepción global de la vida escolar en nuestros Colegios e Institutos es cada día  más frecuente.

Pero ¿cómo y cuándo nace esta percepción tan disparatada, tan distorsionada de los docentes, de la educación; cuál es su origen? Todos los analistas coinciden en que su origen es multicausal y reciente,…

Hoy, quiero reflexionar sobre una de las posibles causas, a mi juicio, muy importante: el de  la sobreprotección que los padres y las madres ejercemos sobre nuestros hijos e hijas.

Los datos, de que disponemos, demuestran que un elevado porcentaje ( 70% ) de alumnos y alumnas que presentan dificultades educativas significativas tienen relación con pautas de comportamiento sobreprotector, bien por parte de la madre, bien por parte del padre, o bien por parte de los dos.

         Un padre, una madre o ambos sobreprotectores piensan, creen ciegamente, que son unos buenos padres, que se esfuerzan, que se implican en la educación, los defienden a ultranza, por lo que sus hijos e hijas no tendrán ningún problema y si los tuvieran para eso están ellos. Esta idea, a primera vista, buena, loable, aceptable, defendible, en padres sobreprotectores, puede llegar a convertirse en   inaceptable, indefendible y peligrosa, ya que puede, y de hecho ocurre en este tipo de padres, transformarse en la siguiente argumentación: “si mi hijo o hija tiene problemas, se deberá a que no estoy siendo buen padre o buena madre, a que no me estoy esforzando lo suficiente, a que no me estoy implicando lo necesario, a que no  estoy defendiendo sus intereses escolares adecuadamente”, dan una vuelta de tuerca más a su concepto de buen padre o buena madre y, más sobreprotección. Por esto, nada preocupa más a unos padres sobreprotectores que los errores y problemas de sus hijos o hijas, pues tienen  tendencia a ver esos errores y problemas como propios, como signo de su fracaso, como botón de muestra de su incompetencia.

         Los padres y las madres sobreprotectores les cuesta darse cuenta que, aunque ellos lo hagan razonablemente bien, aunque se esfuercen y se comprometan, sus hijos o hijas pueden equivocarse, pueden tener un “mal día”, o pueden tener sus propias dificultades de carácter, de personalidad. Esta tipología de padres sufre intensamente los problemas de sus hijos e hijas, como si fueran suyos, mientras que los hijos e hijas apenas se dejan afectar por los mismos problemas, en este sentido es curioso cómo, con frecuencia, junto a padres y madres excesivamente responsables crecen hijos e hijas poco responsables.

         Los padres sobreprotectores evitan que las consecuencias normales de los errores de sus hijos o hijas tengan lugar: si se olvida algo, se lo llevan al Colegio; si no ponen el despertador se preocuparán por despertarle, si pierden algo se lo reponen enseguida; si le imponen un castigo, se lo levantan o lo incumplen; ... Los hijos o hijas de padres sobreprotectores viven en un mundo imaginario, fantástico, irreal, dónde no sufren las consecuencias de sus errores, porque  sus padres impiden que eso ocurra.

         Y ¿cómo podrá aprender nuestro hijo o nuestra hija si lo guardamos en una burbuja dónde nada frustrante pueda ocurrirle, dónde nada desagradable le afecte?  Olvidan, no saben o no quieren saber que el aprendizaje no es unidireccional, sino polidireccional y que en el ir y venir, aprendemos; aprendemos de nuestros éxitos, de nuestros fracasos,  de la reflexión, del análisis, de la actuación y de la transformación  que de ellos hacemos. No quieren comprender que todo aprendizaje implica esfuerzo; esfuerzo que es personal y que nadie, ni siquiera el padre o la madre, puede hacer por el que aprende. Por esto, a los padres sobreprotectores les cuesta tanto actuar con sus hijos o hijas, tomar decisiones, ser firmes, marcar límites, establecer consecuencias claras, intervenir cuando las circunstancias lo requieren, escuchar a otros padres, a otras madres, al profesorado, a los compañeros de sus hijos, a sus propios hijos o hijas; en cambio, suelen quejarse de casi todo, protestar por todo, reprochar a todos, gastar enormes cantidades de energías en convencer a todos, creer ciegamente a su hijo o hija, suplicar, persuadir a sus hijos e hijas de que deben mejorar y ser más responsables, en definitiva, sermonear, a lo que su hijo o hija suele responder  haciendo oídos sordos.

         Pero ¿cuál es el origen de la sobreprotección?  Con mayor frecuencia de lo que pensamos, cuando los padres o/y las madres sobreprotegemos con exceso a nuestros hijos o hijas se debe más a nuestras propias carencias afectivas personales que a las de nuestros hijos o hijas de ser protegidos. A menudo, volcamos en nuestros hijos e hijas conflictos personales de carácter afectivo mal resuelto o, aún, sin resolver, que acaban haciéndose muy presentes en nuestra manera de actuar, de educar, de relacionarnos con nuestros hijos o hijas y con todo lo que a ellos les afecte. Si nuestro propio padre o/y madre se mostró distante afectivamente; si, en su día, no sentimos suficientemente la cercanía y el afecto de nuestro padre o/y madre, es seguro, que nos volquemos con nuestro hijo o hija a darle cuanto nos faltó cuando nosotros éramos pequeños, es nuestra propia necesidad la que nos mueve a actuar así y no la de nuestro hijo o hija. Erróneamente, seguimos manteniendo que el ideal de buen padre o buena madre es aquel que se rige por el principio: “como de pequeño nada tuve, que a mi hijo o hija nada le falte”. Por esto es importante, para los padres y madres  no dejarnos llevar por actitudes sobreprotectoras, que hagamos un esfuerzo personal conducente a diferenciar a aquellas necesidades que nacen de nosotros y de lo que no tuvimos, de aquellas otras necesidades y carencias que son propias de nuestros hijos o hijas.

         Dejemos que nuestros hijos y nuestras hijas se equivoquen, permitamos que las consecuencias de sus equivocaciones les afecten. Dejemos de pensar que podremos sustraer a nuestros hijos e hijas de sus propios fracasos a base de sermones interminables y redundantes que a nada conducen. Pensemos  que transmitimos actitudes. Seamos conscientes de que nuestros hijos e hijas habrán de crecer gracias a las pequeñas y las no tan pequeñas contrariedades de la vida y que nuestro papel como padres y madres será el de apoyarles en la superación de las adversidades, no el de evitárselas. Tengamos presente que aquellos niños, niñas,  adolescentes,...  que tienen una buena tolerancia a la frustración de cada día, se sienten más confiados, más seguros en sus posibilidades y son menos dependientes de sus mayores para resolver sus problemas.

         “No volvamos atrás, sería de ignorantes; ¿acaso no aprendimos nada?

Pedro Merchán Sánchez.

Dptº Orientación. IES San Pablo. Sevilla.-


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